La muerte y el dolor
van de la mano
y la vida les acompaña.
Siempre por delante,
a poca distancia.
Como la sombra de un cuerpo
con el foco de luz a su espalda.
La muerte y el dolor
ataviados con largos
e infinitos ropajes
a ratos se paran.
Se ven y se miran
sus propios reflejos
y entonces se aman.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso.
La muerte y el dolor,
de alargadas siluetas.
Maquilladas de fríos
colores de Goya
o con los blancos
y negros de Zurbarán,
se desparraman
por entre las piedras,
dejando una estela agridulce
en su camino.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso.
La muerte y el dolor,
ennegrecidos y tristes,
se mueven por caminos
de peregrinos y vagabundos,
más propios de almas perdidas
que de ilustres personajes.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso
para llegar a la cita
en el sórdido agujero
donde te encuentras Tú.
Sentado, olvidado
en el recuerdo.
Desmadejado, entretenido
en el pensamiento
por efecto de la cálida brisa
y el olor a cereal maduro.
La muerte y el dolor
se pasan las jornadas,
plegadas las piernas,
con las rodillas muy juntas,
felices y alegres
al desmenuzar y cambiar
de una mano a otra
las porciones de aliento
que se mantienen ajenas
al mágico juego.
La muerte y el dolor
van de la mano
y la vida les acompaña.
Saben que a los ancianos
les tiembla la voz
y les lloran los ojos
por las alegrías y recuerdos
que rebosan de su pasado
y que arañan la piel
en esos gestos involuntarios,
repetidos y continuados.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso
desparramando febril
en tu rostro su rostro
y sus ojos en tus ojos.
Por que a ese derroche
placentero y dulce,
correspondes con la cortesía
de esa inclinación de cabeza,
del recto hombre de campo.
Esa especie de asentimiento,
de buena acogida y amistad
que dice tanto
en tan poco esfuerzo.
José Luis Bello Rodríguez